En este artículo queremos abordar la cuestión del enfrentamiento político en tiempos de la Segunda República desde la faceta del choque de mentalidades, partiendo de la situación previa. Creemos que esta visión puede proporcionar más claves para entender el conflicto que terminaría en guerra civil. Aunque podemos pecar de reduccionistas se pueden observar dos grandes mentalidades, una conservadora y otra progresista en España, con muchas matizaciones.
Al comenzar la década de los treinta la sociedad española presentaba un claro desequilibrio en relación con la distribución de la renta. La situación social de los jornaleros del centro y centro-sur peninsular era muy delicada, mucho peor que la de los obreros industriales. El campo seguía muy atrasado y el caciquismo continuaba ejerciendo su poder y no sólo en el ámbito político, sino, sobre todo, en el económico y social. El analfabetismo alcanzaba al 33% de la población y la mitad de la población infantil no estaba escolarizada. La mujer vivía una situación legal de clara dependencia masculina.
La estructura del Estado español era muy deficiente, con un sistema fiscal débil e injusto que impedía contar con servicios públicos eficientes, sin una adecuada atención sanitaria ni con una red de escuelas públicas, por lo que casi no había ningún tipo de redistribución de la renta a favor de las clases más desfavorecidas, la mayoría de la población. Las políticas de signo social que se establecieron en tiempos del reinado de Alfonso XIII y más acusadas con Miguel Primo de Rivera fueron, realmente, muy epidérmicas y no contribuyeron a aminorar las grandes diferencias de riqueza.
La Segunda República supuso un choque entre la inercia de las posiciones tradicionales y las propuestas de cambio. La mentalidad tradicional era defendida por la oligarquía terrateniente, los monárquicos, la Iglesia Católica y un sector importante del Ejército. Se trataba de una mezcla de paternalismo y prepotencia, además de desconfianza ante las nuevas ideas. La ideología era contraria a las reformas que afectasen a la propiedad, a la intervención del Estado con políticas favorables a las clases populares. También era tajante sobre cualquier alteración en sentido laico en la tradicional relación entre la Iglesia y el Estado. Por fin, otro tema intocable era el relativo a los cambios en la organización territorial del Estado en un sentido descentralizador y de respeto a las realidades específicas, especialmente en el caso catalán. La tendencia de estos sectores era hacia el autoritarismo, criticando los pilares de la democracia, en consonancia con los ataques que sufría desde otros lugares de Europa que estaban optado por dictaduras o el totalitarismo fascista. Las propuestas de cambio eran siempre vistas como sinónimo de subversión o desorden.
Los pequeños propietarios y las clases medias rurales compartían la mentalidad tradicional. Este grupo representaba un porcentaje importante de la población española, especialmente en el centro y norte peninsulares, y era parte fundamental de la base electoral de los partidos políticos de centro-derecha y derecha.
Las propuestas de cambio procedían, con claras diferencias internas en relación con las reformas a emprender, de las clases medias urbanas progresistas republicanas, de los intelectuales y artistas, y del proletariado industrial y agrícola vinculado al socialismo y al anarquismo. También estaría en este grupo el nacionalismo de izquierdas catalán. No debe menospreciarse que se trataba de una España muy diversa en su seno, destacando, sobre todo, la alternativa anarquista que superaba la mentalidad progresista por su claro rupturismo frente al republicanismo y al socialismo que emprendieron la vía del reformismo, aunque en el segundo caso con claras disensiones internas.
La Constitución de 1931 y la política reformista del primer Bienio y del Frente Popular son el reflejo de esta mentalidad de cambio: derechos individuales y colectivos, derechos de la mujer, laicismo, consideración de la propiedad como algo social y supeditado a los intereses comunes, autonomías, estado del bienestar, educación pública, política de difusión cultural, y reformas agraria y militar.
A pesar de los intentos por establecer un cauce de convivencia democrática, el choque de mentalidades fue profundo, intenso. La República generó inmensas expectativas entre los sectores más desfavorecidos pero el primigenio espíritu se desvaneció muy pronto por las dificultades y resistencias encontradas, así como por el apremio de los más desfavorecidos, favoreciendo el radicalismo de una parte de la izquierda. Por su parte, la República generó en los grupos oligárquicos y en las derechas un terror y odio profundo desde el primer momento, optando por la salida conspirativa y autoritaria.
Eduardo Montagut
No hay comentarios:
Publicar un comentario