La proclamación de la República en España en abril de 1931 supuso la llegada al poder de los republicanos y socialistas que en materia religiosa propugnaban la secularización del Estado en un nivel infinitamente más claro y contundente que el que habían apuntado algunas políticas de los sectores liberales más laicos del sistema de la Restauración, como podría ejemplificar Canalejas. Los republicanos y los socialistas consideraban que la Iglesia había sido un sostén fundamental del sistema derribado y eso debía terminar. En efecto, desde que la Iglesia y el Estado se habían reconciliado en la Década Moderada con el Concordato de 1851, aquella no había dejado de recuperar terreno, influencia y poder. El Sexenio Democrático, a pesar de su tendencia laica, no había podido con ese poder y no le había dado tiempo tampoco a emprender cambios importantes. La Restauración canovista supuso una nueva época dorada para la Iglesia, que se identificó claramente con los intereses de la oligarquía que gobernó España desde 1875.
La Iglesia no estaba dispuesta a perder ninguno de sus derechos y privilegios, y se opuso constantemente, con algunas excepciones entre sus miembros, a todas las políticas y decisiones que el nuevo poder republicano aprobó en materia religiosa. Pero también es cierto que el nuevo poder tampoco estaba dispuesto a negociar nada porque siempre consideró a la Iglesia un enemigo muy poderoso y hostil. Ni tan siquiera se pensó en dosificar las medidas y los cambios; a lo sumo, el sector más conservador del republicanismo, representado por Alcalá-Zamora y Maura, intentó no extremar la separación entre la Iglesia y el Estado, pero con nulo éxito, dada su debilidad política. En todo caso, las posturas estaban tan claras y enfrentadas, y la voluntad de ambas partes para negociar fue siempre tan escasa, que el enfrentamiento estaba servido.
Para entender dicho enfrentamiento deben conocerse algunos aspectos relativos a la religión y a la institución eclesiástica en la sociedad española, un aspecto que se obvia con frecuencia a la hora de abordar los conflictos religiosos de los años treinta. También parece necesario conocer la diversidad de las posturas críticas hacia la Iglesia.
Es evidente que la mayoría de los españoles era católica en el año 1931, pero esta afirmación esconde una realidad más compleja. La práctica religiosa se había hecho mucho más ligera o tibia desde finales del siglo anterior. La Iglesia española no hizo mucho por entender los cambios sociológicos en España y se aferró claramente a sus posturas ortodoxas y vinculadas con el poder y la Monarquía. Solamente el sindicalismo católico fue la apuesta más moderna de la Iglesia para acercarse al mundo laboral, aunque es evidente que para intentar no perder influencia y en clara vinculación con la patronal. La Iglesia llegó a 1931 con un gran poder político, social, económico y educativo. Pero, es más, no podemos olvidar que el número de personas vinculadas estrechamente a la Iglesia, es decir, los miembros del clero, era altísimo. España era el segundo país, después de Italia, con más sacerdotes y religiosos del mundo, y que dependían, en gran medida del erario público, además de las aportaciones de los fieles y de un renacido patrimonio propio, que se fue recuperando después del golpe que supuso la desamortización de Mendizábal, un siglo antes.
En realidad, el mayor poder de la Iglesia no era el económico porque, además, aunque era evidente la recuperación de parte de su patrimonio nunca pudo llegar a alcanzar el que tuvo en el Antiguo Régimen en la época de las manos muertas. El poder real era el que ejercía en la política y en la sociedad. La Iglesia estaba imbricada en el aparato estatal y en los mecanismos del poder no institucional. El caso más evidente de esto último estaba en el ámbito rural. El párroco era una figura fundamental junto con el cacique. Su influencia podía ser mayor que la que ejercían las autoridades municipales. Aunque la Constitución de 1876 estableció la tolerancia de cultos, no se podían ejercer públicamente, y la Iglesia se encargó con notable éxito para que la presión social sobre otras confesiones fuera asfixiante. Las Fuerzas Armadas –Ejército y Marina- eran organismos confesionales y era casi imposible ser militar y no ser católico. El poder eclesiástico sobre la educación era completo. En primer lugar, porque se hizo cargo de muchos centros educativos, especialmente a través de las Órdenes religiosas, que educaron y conformaron la ideología de las clases dominantes españolas, pero también ejerciendo un control ideológico sobre la enseñanza en general. Otro de los pilares del poder eclesiástico era el de tipo moral. Para ello se apoyó en la mayoría social católica y en un entramado muy bien organizado de instituciones culturales, periódicos y revistas, obras piadosas y de caridad, el nuevo sindicalismo católico, las escuelas católicas y organizaciones que podían movilizar a los fieles cuando algunos gobernantes intentaban aprobar medidas de separación entre la Iglesia y el Estado. Canalejas, como apuntábamos más arriba, sufrió este tipo de movilizaciones.
Pero frente a este innegable poder, el anticlericalismo en España experimentó un poderoso auge desde comienzos del siglo XX. Las clases trabajadoras urbanas se habían alejado casi completamente de la Iglesia. El laicismo y el abierto anticlericalismo habían calado en el proletariado donde la influencia ideológica anarquista y socialista era evidente, pero también cobraba fuerza en los sectores progresistas de la pequeña burguesía. La mayoría de los intelectuales, por su parte, en un momento de esplendor de la cultura española, estaba muy lejos de lo que representaba la Iglesia, especialmente desde el conflicto religioso que terminó desembocando en la creación de la Institución Libre de Enseñanza.
El anticlericalismo español no era monolítico, como ya podemos sospechar por lo expuesto en el párrafo anterior. El anticlericalismo de los intelectuales y políticos reformistas del ámbito republicano y de gran parte del socialista buscaba cambios profundos pero desde la legalidad, desde las reformas que separasen la Iglesia del Estado sin concesión alguna pero respetando el hecho religioso y la libertad de conciencia. El anticlericalismo más popular apelaba a un odio casi visceral contra el clero, contra todo lo que representaba la Iglesia y la religión porque se vinculaban con el poder político y económico, como una faceta más de la lucha de clases. Parte del movimiento obrero alentó este tipo de anticlericalismo, que terminó por protagonizar hechos tan violentos como los que se produjeron en 1909 en la Semana Trágica, y en los inicios de la vida de la República, en mayo de 1931 con la quema de conventos, continuando con la explosión violenta contra el clero al estallar la Guerra Civil.
Eduardo Montagut
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