La Compañía de Jesús ha sufrido diversas expulsiones y disoluciones en la historia de España. La más conocida fue la expulsión en plena época del despotismo ilustrado, con el decreto de 3 de abril de 1767, firmado por Carlos III. El papa disolvería la Compañía en 1773. Detrás de la expulsión del siglo XVIII estarían las teorías regalistas y absolutistas que no toleraban la existencia de una orden tan poderosa como la de los jesuitas, de obediencia papal, un verdadero Estado dentro del Estado.
La Compañía fue restablecida en España en tiempos de Fernando VII, después de que lo hiciera el papa Pío VII en 1814. Este hecho enconó la enemistad de los liberales hacia los jesuitas, que suprimieron la orden en el Trienio Liberal (1820) y luego en la Regencia de María Cristina. En 1852 se restableció el Colegio de Loyola para misioneros de Ultramar. Pero la Revolución de 1868 volvió a enfrentarse a la Compañía. El gobierno provisional decretó su supresión en octubre de 1868. La Restauración supuso el período más largo y fructífero para los jesuitas en la España del siglo XIX, prorrogado con el reinado de Alfonso XIII.
No cabe duda que la historia de las expulsiones de los jesuitas en la época contemporánea debe enmarcarse en el conflicto entre el laicismo y el anticlericalismo del liberalismo progresista y, posteriormente de izquierdas y la defensa de la vinculación de la religión con el Estado, promovida por los sectores más conservadores del liberalismo, así como por los carlistas, tradicionalistas e integristas. Este conflicto culminaría en la II República, el único sistema político español que ha establecido la completa separación entre la Iglesia y el Estado.
El artículo 26 de la Constitución de 1931, entre otras cuestiones relativas a la Iglesia y la religión, declaraba suprimidas aquellas órdenes religiosas que en sus estatutos incluyeran el voto de obediencia a una autoridad distinta de la legítima del Estado. Sus bienes debían ser nacionalizados y dedicados a fines benéficos y docentes. Era evidente que este punto afectaba directamente a los jesuitas por su voto de obediencia al Vaticano. Los republicanos y los socialistas consideraban que la Compañía de Jesús era uno de los puntales más activos del poder de la Iglesia, especialmente en materia educativa, considerada esta actividad como proselitismo. Pero además, se ponía en la práctica el ideario del anticlericalismo español, que contemplaba a la Iglesia como defensora de las clases sociales elevadas y del orden injusto impuesto secularmente por las mismas en España.
Así pues, se procedió a su disolución, siguiendo lo marcado por el texto constitucional. El decreto no tardó en llegar, ya que es del 23 de enero de 1932. Es importante destacar el artículo segundo del mismo y que establecía que los religiosos y novicios de la Compañía debían cesar su vida en común en todo el territorio nacional en el breve plazo de diez días, a contar desde la publicación oficial del decreto. Transcurrido ese tiempo, los gobernadores civiles serían los encargados de dar cuenta al gobierno del cumplimiento de la orden. Pero, además, los miembros de la disuelta Compañía no podían, en lo sucesivo, convivir en un mismo domicilio ni de forma expresa ni encubierta, así como reunirse o asociarse para continuar los fines de la orden.
En muchos lugares los jesuitas intentaron sobrevivir en una suerte de cierta clandestinidad. Los que se habían dedicado a la docencia siguieron enseñando en academias, subvencionadas y protegidas por antiguos alumnos, padres y simpatizantes de los jesuitas de elevada condición socioeconómica.
Eduardo Montagut
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